Levante mis ojos al cielo oscuro de la noche invernal limeña, y alcance ver dos estrellas, y mi madre siempre me decía: “las estrellas no se pueden contar”; de ahí que he desterrado esa idea de mi madre.
He buscado por todo la oscuridad, y son solo dos estrellas. Y pensar que el mi pueblo admire las estrellas cuando asomaban sus tiernos ojos y me miraban a lo lejos, y cada vez que oscurecía, veía más, más, y más. Lograba contar al principio eran dos, tres, diez… Y mas tarde, la noche, como un manto chispeante, se hacia infinita la cuenta; como el amor hacia mi familia y el hermoso pueblo. Las veo a estas dos estrellas y parecen no brillar por un gusto pleno, parecen que lo hacen por una costumbre de asomarse por la noche y jactarse de ser la dos únicas e insignificantes destellos. Ociosas ellas, no parpadean, están como estáticas en la inmortalidad. A pesar de ello, a esas dos estrellitas las quiero mucho. Al parecer hemos entablado una unión fuerte. Yo las miro, y ellas a mi; y le pregunto si de noche han visto el cementerio de Tatanazo que tantas noches me han albergado en mis tristezas, o a algunos amantes deseosos de amor escondidos y revolcándose en algunos surco de papa o de trigo para asegurar su furtiva unión de cuerpos ardientes. Con una lágrima lenta que resbala por mi cara, pregunto: “¿estrellitas, mi madre aun no duerme?”.
El monologo continua, y cae otra gruesa lágrima dulce de amor infinito, parecen que ellas me responden y ríen conmigo sin ningún problema al que dirán. No hay tiempo para más, amanece, y muy apuradas como dos señoritas en búsqueda del amor, se van sin responder a mi pregunta con hasta luego, y se van. Solo agito mi mano y ellas me sonríen en mi confusa memoria alboreada.
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